martes, 20 de enero de 2009

La escuela ¿un hogar apócrifo?

La familia educa, la escuela instruye. No es lo mismo. Son acciones complementarias y, si bien no debe haber educación sin instrucción, es de todo punto imposible a la inversa.

Cuando éramos niños los valores se transmitían en casa. No hacían falta grandes charlas ni planificación de actividades, la educación emanaba de la familia y era una seña de identidad.

No vamos a ponernos pesados, pero hoy la escuela tiene que hacer funciones que exceden con mucho las de instruir en conocimientos que, no lo olvidemos, es su razón de ser. Si tenemos que paliar las carencias que se evidencian en la transmisión de principios y valores, estamos sustituyendo el papel fundamentalmente social de la familia, nos estamos inmiscuyendo en su cometido.

Bien es cierto que se puede pensar que, en los tiempos que corren, es casi mejor que sea la escuela la que se encargue de mantener la coherencia en las normas y defender los principios que consideramos unánimemente justos y necesarios. Pero que la carga recaiga exclusivamente en la escuela parece excesivo y desaconsejable.

No sé si José Saramago tendrá razón cuando dice que "la familia dimitió de su obligación (de educar) transfiriéndola a quienes sólo pueden instruir", pero creo que está bastante encaminado. Añade que la "auténtica educación no es la educación de saber. No se trata de eso" sino de "educación en el sentido del respeto por el otro, de la conciencia de nuestro lugar en la sociedad, de qué es lo que la sociedad tiene derecho de pedirnos, qué es lo que nosotros tenemos la obligación de aportar". En ese papel, la labor de casa es impagable e insustituible. Y si los maestros tienen que dedicar la mayor parte de sus esfuerzos a proporcionar normas socialmente aceptables a alumnos ayunos de ellas, no nos rasguemos las vestiduras cuando veamos nuestro puesto en los informes internacionales sobre evaluación de estudiantes (véase el informe PISA).